22/5/12

Feminismo Punitivo

Crónica de una actitud inexplicable.

A propósito de la incorporación del “Feminicidio” a nuestro Código Penal

(Nota originalmente publicada el día 16 de mayo de 2012 en www.asuntosdelsur.org)

El pasado miércoles 18 de abril del corriente año la Honorable Cámara de Diputados de mi país, Argentina, otorgó media sanción al proyecto de ley que incorpora la figura del “feminicidio” a nuestro Código Penal. Por unanimidad y tomando en consideración unos quince proyectos de similares características, más de doscientos legisladores de  bloques de las más diversas orientaciones ideológicas acordaron -sin mayores contrapuntos- sumarle una línea más a nuestra de por sí extensa legislación punitiva.

Lo que no logra casi ninguna temática lo hace -sin esfuerzo alguno- el derecho penal. Todo un dato para aquellos que descreemos por completo que el derecho penal tenga alguna utilidad positiva. El derecho penal parecería ser por estos días una insignia infalible a la hora de consolidar el proceso de “unidad nacional” por el que muchos abogan. Ironías al margen, y más allá de no ser esta la primera vez que nuestros legisladores actúan en esta dirección, no puedo dejar de ver lo sucedido con sincero desconcierto.
Políticos profesionales, con la venia de sus seguidores partidarios y buena parte de las agrupaciones de derechos humanos vinculadas a la  problemática de la “violencia de género” o en particular la “violencia contra las mujeres”, desde la celebración de medidas como la citada no sólo insisten en intentar resolver conflictos sociales desde el derecho penal –obsoleto por definición a  tal efecto- sino que también reivindican en forma contradictoria y muy difícil de explicar un instrumento históricamente misógino. El sistema penal, patriarcal por excelencia, lejos de ser una solución a la violencia contra las mujeres, sin duda alguna puede identificarse incluso como una de sus causas.
La violencia de género manifestada contra las mujeres responde a elementos estructurales. El hecho que explica la violencia de los hombres contra las mujeres en el marco de lo que podría denominarse también “violencia patriarcal” no son las características biológicas de unos y otras sino las variables socio-culturales asociadas.



El “Dios Hombre” de las principales religiones monoteístas; la razón masculina de la Atenas de Sócrates, Platón y Aristóteles; la supuesta debilidad corporal de las mujeres en comparación con “el macho musculoso”; la muchas veces arbitraria distribución de las tareas laborales; la utilización del “masculino” como artículo genérico a la hora de clasificar conjuntos integrados simultáneamente por mujeres y hombres; y un sinfín de factores históricos, culturales, políticos, científicos, lingüísticos, epistemológicos, etc. contribuyeron durante siglos a la edificación del estado de situación presente.

El sistema penal moderno, aquel que irrumpe en el siglo XIII d.c., con la santa inquisición como baluarte máximo -en sintonía con los ejemplos enumerados- tuvo desde su génesis un encono muy particular con las mujeres.  La irremediable asociación entre castigo, persecución, tortura, confesión, delito y pecado y el por entonces naturalizado rol de la Iglesia Católica como principal órgano de justificación ideológica de la persecución criminal premeditada e institucionalizada, explica de por sí esta peculiaridad.
La mujer fue por aquellos años “enemigo” declarado del “buen orden” que el sistema penal pretendía mantener indemne. “Bruja”, “genéticamente más débil que el hombre frente a las tentaciones demoníacas”, “culpable del pecado original” y/o “habitual partícipe de orgías y cofradías perversas”. Los manuales criminológicos de entonces y el imaginario socio-cultural de la época hacían referencia en estos términos a las representantes del sexo femenino.

Sumamente ilustrativo, en concordancia con lo dicho, es el modo en el que los monjes dominicos Jabobo Sprenger y Heinrich Kraemer, en su célebre obra “El martillo de las brujas” catalogan a las mujeres. Este libro publicado por primera vez en Alemania en 1486, enuncia en sus páginas frases como estas: “Dado que son débiles en las fuerzas del cuerpo y del alma, no es extraño que pretendan embrujar a aquellos a quienes detestan”;[1] “La voz: mentirosa por naturaleza lo es en su lenguaje, pues pica encantando. De donde la voz de las mujeres es comparada al canto de las sirenas, que por su dulce melodía atraen a los que pasan y los matan”;[2] “Una mujer que llora engaña: hay dos géneros de lágrimas en los ojos de las mujeres: unas para el dolor otras para la insidia. Una mujer que piensa sola, piensa mal”.[3]


Pero no todo es medieval y lejano si de misoginia punitiva se trata. Varios siglos más tarde, ya con la cárcel consolidada como instrumento de castigo generalizado, en pleno auge de la revolución industrial y en el marco del desarrollo teórico-práctico de la criminología positivista lombrosiana, “la donna delinquente”, cometería -según los principales expertos de esta tradición- delitos “no por mala, sino por loca”, reproduciendo de esta manera -con apenas sutiles variantes- la representación modular de la mujer como sujeto débil mental, maleable y con notoria permeabilidad a las influencias del medio ambiente. Su desviación no es genética –como en el caso de los hombres y sus delatoras fisonomías craneanas-, sino cultural. Su gravísimo error: no responder al estereotipo de “buena madre” y “buena esposa” que todas y cada una de las mujeres debe seguir con vehemencia y sumisión.
La cárcel en consecuencia tendrá como objetivo primordial reconciliar a la mujer con los valores cuya “vocación delincuencial” hizo perder de vista. La cárcel intentará reencontrar a “la mujer delincuente” con las características que “la mujer no delincuente” tiene en el ámbito extra-carcelario.

Lamentablemente por más arcaico que hoy suene, el positivismo referenciado se encuentra en nuestros días ciento por ciento vigente. La tendencia de los centros penitenciarios a reforzar la asistencia psicológica de las reclusas con mucha mayor facilidad que en el caso de sus pares hombres y la cantidad de pastillas “psiquiátricas” que las mujeres suelen recibir en su estadía en la cárcel así lo confirman.

Paréntesis mental: ¿Explicará esto tal vez la habitual tendencia de insultar a las mujeres diciéndole “locas de mierda” y la casi nula utilización de descalificaciones tales para los hombres? ¿Explicará esto la manera simpática –y no tanto- con la que algunos maridos hacen referencia a sus mujeres diciéndoles “bruja”, “ja-bru” o similares? Quizás. Puede ser. Pienso en voz alta, cierro paréntesis e impulso una pregunta: Atento lo dicho, ¿resulta razonable recurrir a un sistema que históricamente vapuleó a la mujer, para defenderla? Intuyo que no.




Asimismo cabe la realización de algunas consideraciones adicionales, más allá de los condicionamientos históricos referidos.  Si el derecho penal de por sí no sirve para nada, menos aún lo hace si se trata de resolver este tipo de problemáticas eminentemente socio-culturales. Carece de poder simbólico, potencialidad disuasoria y/o intimidante. Dicho en otros términos: el hombre no va a dejar de golpear a la mujer porque el Código Penal diga que su conducta merece un castigo de 5 o 100 años de prisión.  En este sentido la actitud festiva, lúdica y efervescente de los diputados, los militantes pro-derechos humanos y principalmente las activistas feministas, minutos después de la sesión a la que hice referencia en el párrafo primero, resulta cuanto menos sorprendente.

El encierro, consecuencia inercial de la puesta en marcha del aparato represivo, suele ser la más fácil de todas las respuestas posibles frente al conflicto social. Lamentablemente cuando los diferentes actores políticos no saben qué hacer frente a una “problemática x” recurren a él compulsivamente, demostrando que la “imaginación no punitiva” no es su fuerte. El encierro agrava el conflicto que  desde el Estado es regulado desde su implementación, haciendo que su universo particular repercuta en la sociedad en su conjunto multiplicado unas cuantas veces. La cárcel genera la violencia social que a través de ella el legislador pretende atemperar. Esto hay que decirlo sin eufemismos.

Finalmente me permito cerrar mi comentario con el enunciado de una convicción: a la violencia contra las mujeres se la combate cuestionando radicalmente todas las estructuras socio-culturales que la motivan, toleran y promueven. El aparato represivo sin duda alguna pertenece a este repudiable elenco. A la violencia contra las mujeres, entonces, también se la combate luchando por la desaparición definitiva del sistema penal.

Maximiliano Postay



  






[1] Kraemer, H. y Sprenger, J., Malleus Malleficarum, Felmar, Madrid, 1976, p. 101
[2] Ibídem, p. 105
[3] Ibídem, p. 100