16/4/14

Violencia es mentir


La mentira naturalizada es violencia naturalizada. Decir lo que pensamos, hablar de lo que sentimos, mostrar lo que vemos no es violencia. Violencia es falsear lo que sentimos, callar lo que pensamos, ocultar lo que vemos. Para transformarnos tenemos que HABLAR de lo oculto, VISIBILIZAR la mentira.

·         ¿De qué hablamos cuando hablamos de mentira?

Eso que llamamos mentira nace, se desarrolla y vive en todos los ámbitos. En las relaciones interpersonales, en la religión, en la política, en la calle, en los medios de comunicación, incluso en la escuela porque  forma parte del proceso de culturización.

Hablamos de mentira y nos referimos a la incongruencia entre el discurso y la acción.   Entre aquello que se afirma con ímpetu  en términos de principios morales y éticos, principios fundantes de ideologías o creencias, y  que luego se contradice en los hechos cuando dichas  creencias, que habían sido expresadas en palabras, se disuelven en los comportamientos, en la interacción, en la práctica, ya que son antagónicos. La palabra que se enuncia desde la ética y que debería existir desde la praxis, se circunscribe a una suerte de discurso aleccionador que se mantiene como un códice de mandamientos que la comunidad conoce y afirma muchas veces apasionadamente  desde los enunciados, pero que luego no practica.

Los discursos juegan aquí un papel primordial. Es a través de ellos que se transmiten  enunciados que sustentan las  ideas de lo  políticamente correcto. Dichos enunciados son replicados por las  diferentes voces que interactúan en un medio social que los legitiman. Esto se complejiza en la interacción  porque la desconfianza se interpone entre los sujetos. Cada uno sabe que el otro tiene una intención detrás de lo que enuncia, un propósito, y es así como cada enunciado se convierte en un argumento para conseguir algo, más que para comunicarse o expresar sentimientos.  El objetivo es convencer 'al otro' de esas  afirmaciones  para 'hacerlo hacer', para que el otro se comporte de determinada manera en pos de un deseo que puede lucir  como colectivo, pero en definitiva termina siendo personal. Y la argumentación, cuyo objetivo es convencer, hacer creer, hacer hacer,  en fin, manipular, será el molde en el  que se ajusten estos enunciados. Cada sujeto sabe que el otro afirma para obtener y que actúa haciendo lo contrario de lo que enuncia, pero naturaliza esa práctica y termina haciendo lo mismo.

·         Comunicarse es mentir

La mentira está naturalizada porque forma parte del proceso  en la red de conexiones que se establecen entre las personas a través del lenguaje en el medio social. Pero además ha sido incorporada, aprendida, por el sujeto desde su nacimiento junto con la lengua. 

Podríamos decir que hoy los sujetos no establecen relaciones, establecen 'conexiones', se vinculan con los otros para obtener algo, pero antes es preciso convencerlo y para ello se apela a las argumentaciones, estructura discursiva que solemos conocer desde los textos de opinión, pero que  trasciende la escritura e inclusive la palabra misma. Los gestos, las miradas, el leguaje corporal, el tono de voz, la manera en que construimos las frases, es decir, la gramática forman parte de los recursos argumentativos. Y todo ello se aprende y se utiliza en el lenguaje oral antes, mucho antes, de que el sujeto aprenda a escribir. Un bebé cuando señala está argumentando, pues quiere que le acerquen el objeto  que señala, la mamadera, una galleta, un muñeco. El niño aprende a hablar argumentando, es decir usando al otro para satisfacer sus deseos, que serán pequeños al principio, pero que  irán creciendo junto con él y complejizándose influido por un medio social que lo incentiva a usar para satisfacer.

Nos atrevemos a  afirmar que la comunicación es argumentación y la argumentación es servirse del otro. Usar al otro es una práctica aprendida y naturalizada en nuestros días, y aunque casi  todos los individuos  son víctimas y/o victimarios de ello, alternativamente, aparentan actuar bajo los principios de  cariño y respeto mutuo ya que al mismo tiempo es natural apelar a la ética como si se hablara de 'los diez mandamientos', aunque como  ya dijimos,  la ética que solo se materializaría en la práctica, no se practica, solo se enuncia.  Los sujetos 'simulan' a fin de manipular y 'el otro' lo sabe, pero lo acepta porque también simula.  El otro sabe que va a ser utilizado, pero se deja, porque ese ritual forma parte de su cultura, de sus costumbres y porque al fin él hará lo mismo, pues es la única forma  que aprendió  para vincularse en un medio social en el que todo tiene un pago, un valor de cambio. En donde el otro es siempre un potencial adversario. En donde la palabra, los enunciados no valen nada. 
 
 

·          Visibilizar para transformar.

Debajo de todo ese maquillaje del que se suele dotar al lenguaje existe un discurso que nadie quiere escuchar: el 'discurso negado'.  Este es  el que está por debajo de las afirmaciones políticamente correctas y es el que sí se condice con los comportamientos, pero que rara vez se pronuncia.  Ese es el que conviene mantener escondido porque cuando se hace consciente lastima. Ese discurso se cuela a través de algunas voces también en todos los ámbitos,  en la política,  en la iglesia, en la escuela, en el trabajo, en la casa, etc. pero es ley implícita acallarlo. Por lo común existe, también en todos los ámbitos, una especie de acuerdo tácito para hacer como que todo funciona correctamente,  que el que está equivocado es aquel  que pretenda 'blanquearlo'. A ese se lo condenará, se lo tratará de loco, de agitador, de violento por  el simple impulso de describir lo que ve cuando los comportamientos de la mayoría no se condicen con las vociferaciones y  declaraciones de principios.  Acallar el discurso negado también es una práctica aprendida y naturalizada en el proceso de culturización.

Por eso creemos que una manera  de transformar nuestra sociedad y específicamente  transformar la cultura de la mentira y de la incongruencia, es visibilizar el discurso oculto. Porque la violencia es un síntoma, la enfermedad está enquistada en la bipolaridad del ser cuando no puede definir si   'es' lo que  dice o si  'es' lo que hace. Ese borde es el que debe borrarse para asumir una identidad genuina, para desterrar la mentira, para desactivar la violencia.

Sostener la mentira es alimentar la violencia. La transformación social implica un trabajo de unos con otros, un esfuerzo colectivo para cambiar algo que repercutirá en cada ser individual y que a su vez cada sujeto construye en la interacción con otros. Pero primero es preciso pensar, discutir y sobre todo asumir.

Asumamos esto...violencia es mentir.
 
Vero Zorzano
 
 

11/4/14

A propósito del “derecho penal mínimo” y otras “militancias parciales”


 
El derecho penal mínimo redunda en dos preocupantes escenarios. En primera instancia admite la “funcionalidad” del aparato represivo del Estado, aunque más no sea ante casuísticas excepcionales. Jerarquiza las diferentes “teorías de la pena” al plantear la arbitraria distinción entre conflictos sociales que merecen castigo penal y conflictos sociales que deben ser abordados desde otras latitudes y/o perspectivas institucionales y/o comunitarias. Justifica abiertamente la respuesta punitiva y con ella toda su potencia política, económica, social, histórica y cultural. Al darle “realidad” y principalmente “practicidad” a los mitos funcionales del sistema penal, corre el eje de la discusión central (estructural) sembrando estériles vacilaciones (y palpables retrocesos) en el núcleo mismo del medio ambiente crítico. La prevención general positiva o negativa, la prevención especial positiva o negativa y las teorías retributivas pasan a adquirir “cierto” sentido, ya sea para aleccionar violadores, homicidas seriales o criminales de lesa humanidad; y con esto el único favorecido no es la víctima, no es la sociedad y mucho menos el victimario, sino el propio sistema que en teoría se repudia, llegándose a conjeturar en el campo del activismo fáctico absurdos tales como proclamas anti-capitalistas combinadas con recalcitrante punitivismo pro carcelario, algo así como pretender debilitar al “enemigo” reverenciando su “herramienta” de culto, o creyendo ingenuamente que dicha “herramienta” -hecha a imagen y semejanza de su “creador”- alguna vez podrá adquirir “esencias” y “existencias” revolucionarias y operar abiertamente en contra de aquel.


En segundo lugar, como consecuencia natural de lo antedicho la posición minimalista genera una suerte de peligrosísimo espacio abierto de potencial crecimiento para la órbita penal, pues nada excluye apriorísticamente la posibilidad de incorporar nuevas conductas a ese ultra acotado grupo de figuras condenables cuando la autoridad de turno lo considere más oportuno.
 

A propósito de ello, una vez más, las enseñanzas de Nils Christie se vuelven indispensables. ¿Quién, cómo, dónde y cuándo merituar gravedades o dolores? ¿Con qué criterio? ¿Para y por qué? Como siempre los que mandan (y sólo ellos) habrán de tener las respuestas a estos interrogantes y como directa consecuencia de esto lo único que habremos cambiado es la fisonomía anecdótica de las figuras con capacidad de decisión, pero no el fondo del asunto.
 

Párrafo aparte merece la justificación del castigo que especialmente formula Luigi Ferrajoli cuando advierte sobre el creciente desarrollo de la violencia privada (justicia por mano propia) ante una supuesta cesión de terreno por parte del sistema penal. Sus palabras, plagadas de futurología y pesimismo antropológico contractualista, no resisten mayor análisis. Intentar justificar el mal organizado, para evitar el mal particular, se asemeja más a una reivindicación “italiana” (sui generis) de la “teoría de los dos demonios” argentina que a una verdadera posición criminológicamente crítica. La furia violenta del Estado, su organización, sofisticación y burocratización, jamás puede ser analizada en términos de equivalencia y con idéntica vara (en lo que a su capacidad dañina se refiere) que arrestos individuales, por definición excepcionales, de una víctima, un grupo de víctimas o un grupo de personas solidarias con una víctima, con ánimos vengativos y nulo funcionamiento de sus frenos inhibitorios. Dichas circunstancias serán motivo de debate social, pintorescas fotografías en la tapa de un matutino amarillista, excusa perfecta para que un “especialista” demagogo proponga el aumento de penas para alguna conducta en particular, pero jamás una variable de ajuste seria para consolidar, proponer o impulsar una “política pública” con vocación de trascendencia.

 

Por otro lado, centralizar nuestro activismo únicamente en la búsqueda de mejoras en las condiciones carcelarias o en la reivindicación de derechos particulares en ámbitos de encierro o en cualquiera de las fases de la criminalización estatal tampoco parece ser la mejor de las decisiones políticas. Semejante posición, debe saberse, no hace más que generar y/o multiplicar eventuales interlocutores capaces de concluir que nuestro afán transformador se satisface con cárceles sanas y limpias o presos con acceso a una educación o trabajo digno. Bajo ningún punto de vista debe admitirse tamaño reduccionismo. El sistema penal es repudiable más allá de sus rasgos circunstanciales. Su historia lo es, su naturaleza lo es y su ejercicio –no obstante sutiles concesiones fragmentarias- siempre lo será. No hay margen para imaginar un “sistema penal bueno”, así como tampoco hay margen para imaginar “esclavitudes buenas” o “torturas buenas”.

 
Si bien la lucha por una vida mejor del otro lado de los muros es sumamente destacable, y hasta diría indispensable, las perspectivas “individuales” no deben privarnos nunca de los cuestionamientos “generales”. Lo “urgente” y lo “importante” son facetas complementarias de una misma lucha política. No se excluyen, no se postergan, sino que se potencian. A propósito de esto indigna ver espacios “militantes” -en principio cuestionadores de la “realidad carcelaria”- ensayar argumentos contra el abolicionismo penal desde un supuesto transitar “con los pies sobre la tierra”. Como si el presente intramuros fuera una consecuencia mágica, azarosa, privada de contexto histórico-cultural o apenas una respuesta vertical a la voluntad maligna de alguna autoridad determinada. Si los presos están amontonados, mal alimentados, no tienen posibilidades de trabajo ni oportunidades de desarrollo intelectual es porque el sistema lo permite, posibilita y fomenta. Conocer la cárcel, transitarla, escuchar las demandas de los encerrados y sus familiares, respirar el aire viciado del encierro y no ser abolicionista penal es aún más reprochable que no serlo desde un cómodo sillón en algún piso exclusivo en alguna calle o avenida del coqueto barrio porteño de la Recoleta.
 

En sintonía con lo hasta ahora dicho, la doctrina internacional de los derechos humanos también merece ser fuertemente cuestionada. No obstante aparecer como una suerte de recurso anestésico ante las urgencias vitales referidas, da vía libre a la legitimación de las jaulas para humanos. 
 


No hay sutilezas ni margen de discusión alguno en los tratados internacionales de derechos humanos redactados en el planeta, principalmente después del ocaso de la segunda guerra mundial hasta nuestros días. De acuerdo a los articulados de estos textos las cárceles son “legítimas” de principio a fin. Recurso por excelencia a la que los estados (desde Nigeria a Estados Unidos; desde China a Nueva Zelanda; desde Bangladesh a Venezuela; desde Honduras a República Checa) están habilitados a echar mano a la hora de pretender resolver los conflictos sociales habitualmente catalogados como delitos.
 

Bajo ningún aspecto se cuestiona en sí misma la hipótesis del encierro de hombres y mujeres como yo o cualquiera de los lectores circunstanciales de este pequeño artículo. Se legaliza la tortura con cinismo, inhabilitando a partir de ello cualquier porción de credibilidad que puedan ostentar en paralelo, pues hablar de “derechos humanos” desde la mirada amistosa para con rejas, alambres de púa, llaves, candados u otros instrumentos de aislamiento es algo así como hablar de ventiladores de techo adentro de un iglú esquimal. Aislados del universo sensorial del sufrimiento, predican pseudo bonanza a un precio bastante elevado. Verse terriblemente patéticos, en sus trajes, sus oficinas y con sus protocolos a cuestas es el destino que merecen estos falsos operadores del beneplácito colectivo.

La discusión, repito, si queremos resultados afines a nuestra vocación transformadora y cuanto menos “despeinar” a este nauseabundo sistema, ha de darse con este nivel de intransigencia. Intransigencia ideológica, no por ello exenta de tácticas y estrategias. Tácticas y estrategias de las que seguramente hablaremos en próximas oportunidades.
 
Maximiliano Postay
 
 

 

7/4/14

Abolicionismo Penal


Algunas respuestas a los disparates de Macri, Massa, Cohen Agrest, Maslatón y Cía

 
En las últimas semanas -a raíz de la presentación de un anteproyecto de Código Penal elaborado conjuntamente por actores de diferentes procedencias ideológicas, la inmediata campaña en su contra impulsada por el diputado nacional Sergio Massa, la vocación del ex intendente de Tigre por reverenciar cuasi religiosamente la lógica de “premios y castigos”, la inmediata exaltación de esta mirada por parte de otros líderes opositores y la reciente multiplicación de linchamientos populares en diferentes ciudades del país, promovidos, exaltados y justificados por los habituales adoradores de “la ley y el orden”, “la mano dura” y “la tolerancia cero”- de un modo harto peculiar, y por demás confuso, se ha escuchado en los medios de comunicación masivos, quizás como nunca antes, hablar de “abolicionismo penal”.

Frases como “el abolicionismo no conduce a nada” o “el abolicionismo nos está degradando como sociedad” o “la culpa de la inseguridad la tienen los jueces abolicionistas” -en boca de familiares de víctimas que consideran insuficiente condenar a un ser humano a más de veinte años de cárcel, un jefe de gobierno feliz por tener a su hija “segura” viviendo muy lejos del distrito que él mismo conduce o un resucitado operador neoliberal, grotesco y peligroso en idénticas proporciones- demuestran lo poco que se sabe acerca de esta corriente, lo poco que se quiere saber al respecto y la perversa campaña de desnaturalización que esta concepción política ha padecido, cuanto menos, durante los últimos treinta años.
 
 

Como confeso militante abolicionista penal, y con ánimo de no permitir que la corriente ideológica con la que me identifico sea “definida” (bastardeada) por personas con nulo conocimiento en la materia, he aquí un pequeño aporte:

¿El abolicionismo penal es una postura pro-presos? FALSO. El abolicionismo penal no justifica la materialización de las conductas habitualmente catalogadas como “delito”. Tampoco justifica a las personas que llevan adelante estos comportamientos.  El abolicionismo penal no tiene una especial simpatía por las personas que hoy se encuentran privadas de su libertad. Sin perjuicio de ello el abolicionismo penal plantea como premisa básica el fracaso de la cárcel y cada una de las herramientas del sistema penal (e instituciones afines) a la hora de resolver y/o regular exitosamente los conflictos sociales. Dicho en otros términos, para el abolicionismo penal el sistema penal nunca resolvió una controversia, su puesta en marcha no genera ninguna consecuencia positiva, y por el contrario genera muchísimas consecuencias negativas.

¿El abolicionismo penal no tiene ningún tipo de consideración por las víctimas de delitos? FALSO. En relación a lo antedicho, el abolicionismo penal afirma que el sistema penal perjudica de igual manera a victimarios y víctimas de “delitos”. De hecho en el sistema penal la víctima no es parte natural del proceso judicial. No hay margen de reparación de los daños causados. La víctima queda absolutamente excluida de cualquier rol protagónico. Para el abolicionismo penal, el sistema penal debe interpretarse únicamente como una suerte de organización burocrática de la venganza. Bajo ningún punto de vista cumple con ninguna de las funciones que habitualmente suelen atribuírsele. Desde el sistema penal no se previenen delitos, no se reinserta socialmente a las personas que los cometen ni nada que se le parezca.

¿El abolicionismo penal pretende que las cárceles desaparezcan de un día para el otro? FALSO. El abolicionismo penal entendido como un movimiento político, con tácticas y estrategias propias, sostiene que la mejor manera de consolidar un paradigma no punitivo, es a través de la elaboración progresiva de alternativas concretas al actual sistema penal. Alternativas donde la víctima sea escuchada y ocupe un rol central y donde el victimario no sea tratado como un residuo cloacal. El abolicionismo penal repudia abiertamente las jaulas para humanos, a las que habitualmente se las conoce como “penitenciarías”, y a partir de este repudio pretende contribuir a la elaboración de métodos superadores y más efectivos, beneficiosos para todos los protagonistas de la controversia en cuestión y no sólo –insisto- para las personas actualmente privadas de su libertad. En este sentido, también es absolutamente falso afirmar  que el abolicionismo penal propone “no hacer nada frente al delito”. Por el contrario, en relación a esto último, la posición abolicionista penal es clara: hay que hacer algo, pero no precisamente lo que se hizo hasta ahora. 
 
 

¿El abolicionismo penal es sinónimo de garantismo? FALSO. Mientras el abolicionismo penal descree absolutamente del sistema penal y en consecuencia intenta progresivamente lograr su desaparición, el garantismo –a través de la pluma de su pensador más destacado, Luigi Ferrajoli- concede al sistema penal una función determinada: limitar la violencia privada. Para el garantismo la ausencia de sistema penal, despertaría en los particulares en conflicto el deseo de la mal llamada “justicia por mano propia”. Dicho enfoque, desmentido, como pocas veces, por la contundencia de los hechos acaecidos en nuestro país en los últimos días (el sistema penal existe, las cárceles existen, los patrulleros existen, las penas son cada vez más altas y, sin embargo, los linchamientos son casi una moda nacional) es la principal diferencia entre una posición y otra. A su vez, si nos alejamos de las discusiones meramente “doctrinarias” observamos que garantismo, no es ni más ni menos que la aplicación de la Constitución Nacional, ley suprema de nuestro país en el cual se esbozan todas y cada una de las garantías que en el marco del debido proceso en un Estado de Derecho jueces, defensores y fiscales tienen el deber de respetar.

¿Zaffaroni es abolicionista? FALSO. Más allá de ser uno de los referentes más críticos con el actual sistema penal, Raúl Zaffaroni no es lo que se dice un abolicionista penal. Su postura se resume en la idea de que la motivación principal de la necesaria vigencia del derecho penal es contener el poder punitivo del Estado. De acuerdo a su criterio, de no existir el derecho penal el aparato represivo estatal se pondría en marcha con total crudeza, con rasgos autoritarios y absolutistas. Al respecto el abolicionismo penal afirma que si bien es cierto que en la actualidad el poder punitivo debe limitarse de alguna manera, dicha contención es apenas un medio o una situación transicional y no un fin en sí mismo. El abolicionismo penal pretende un cambio cultural, mientras que el profesor Zaffaroni y sus seguidores consideran que los juristas y los criminólogos no necesariamente debemos auto-imponernos propósitos tan ambiciosos.

¿El anteproyecto de Código Penal es abolicionista? FALSO. No sólo no es abolicionista sino que desde la mirada del abolicionismo penal dicho anteproyecto podría ser catalogado como “conservador”.  Crea nuevos delitos, aumenta penas y mantiene inalterables ciertos principios del derecho penal, harto repudiados desde el paradigma no punitivo. Si bien es cierto que hablar de un “Código Penal abolicionista” es un oxímoron, desde el abolicionismo penal las expectativas alrededor de esta iniciativa eran otras. No obstante, y atento al “cambalache normativo” que padece nuestro país en materia penal, principalmente después de la puesta en vigor de las trágicas “leyes Blumberg”, la vocación ordenadora de la Comisión que elaboró el anteproyecto debe ser sumamente valorada. Tener un Código Penal que incluya en su articulado leyes especiales, que respete el principio de proporcionalidad y que, aunque sea tímidamente, de lugar a prácticas sustitutivas de la cárcel, es digno de elogio.  

¿El abolicionismo penal genera inseguridad? FALSO. Para el abolicionismo penal lo que ocurre es todo lo contrario. El sistema penal genera inseguridad. Las personas que por allí pasan maximizan su nivel de violencia y como se afirma habitualmente “regresan al medio abierto, peor de lo que ingresaron al sistema”. El sistema penal es uno de los principales generadores de violencia de las sociedades contemporáneas y como consecuencia de ello uno de los principales generadores de “delitos”. Multiplica desigualdad, exclusión, marginalidad y resentimiento. Nada bueno puede salir del sistema penal. Pretender resolver el problema de la inseguridad (reconocido como tal, abiertamente, por el abolicionismo penal) con sistema penal es igual de ridículo que pretender apagar un incendio con nafta.

El abolicionismo penal lejos está de ser ese germen maligno que algunos personajes pretenden describir. El abolicionismo penal es ante todo una posición humanista, pacifista y anti-violencia.
 
Maximiliano Postay