El derecho penal mínimo redunda en
dos preocupantes escenarios. En primera instancia admite la “funcionalidad” del
aparato represivo del Estado, aunque más no sea ante casuísticas excepcionales. Jerarquiza
las diferentes “teorías de la pena” al plantear la arbitraria distinción entre
conflictos sociales que merecen castigo penal y conflictos sociales que deben
ser abordados desde otras latitudes y/o perspectivas institucionales y/o
comunitarias. Justifica abiertamente la respuesta punitiva y con ella toda su
potencia política, económica, social, histórica y cultural. Al darle “realidad”
y principalmente “practicidad” a los mitos funcionales del sistema penal, corre
el eje de la discusión central (estructural) sembrando estériles vacilaciones
(y palpables retrocesos) en el núcleo mismo del medio ambiente crítico. La
prevención general positiva o negativa, la prevención especial positiva o
negativa y las teorías retributivas pasan a adquirir “cierto” sentido, ya sea
para aleccionar violadores, homicidas seriales o criminales de lesa humanidad;
y con esto el único favorecido no es la víctima, no es la sociedad y mucho
menos el victimario, sino el propio sistema que en teoría se repudia, llegándose
a conjeturar en el campo del activismo fáctico absurdos tales como proclamas
anti-capitalistas combinadas con recalcitrante punitivismo pro carcelario, algo
así como pretender debilitar al “enemigo” reverenciando su “herramienta” de
culto, o creyendo ingenuamente que dicha “herramienta” -hecha a imagen y
semejanza de su “creador”- alguna vez podrá adquirir “esencias” y “existencias”
revolucionarias y operar abiertamente en contra de aquel.
En segundo lugar, como consecuencia
natural de lo antedicho la posición minimalista genera una suerte de
peligrosísimo espacio abierto de potencial crecimiento para la órbita penal,
pues nada excluye apriorísticamente la posibilidad de incorporar nuevas
conductas a ese ultra acotado grupo de figuras condenables cuando la autoridad
de turno lo considere más oportuno.
A propósito de ello, una vez más, las
enseñanzas de Nils Christie se vuelven indispensables. ¿Quién, cómo, dónde y
cuándo merituar gravedades o dolores? ¿Con qué criterio? ¿Para y por qué? Como
siempre los que mandan (y sólo ellos) habrán de tener las respuestas a estos
interrogantes y como directa consecuencia de esto lo único que habremos
cambiado es la fisonomía anecdótica de las figuras con capacidad de decisión,
pero no el fondo del asunto.
Párrafo aparte merece la
justificación del castigo que especialmente formula Luigi Ferrajoli cuando
advierte sobre el creciente desarrollo de la violencia privada (justicia por
mano propia) ante una supuesta cesión de terreno por parte del sistema penal. Sus
palabras, plagadas de futurología y pesimismo antropológico contractualista, no
resisten mayor análisis. Intentar justificar el mal organizado, para evitar el
mal particular, se asemeja más a una reivindicación “italiana” (sui generis) de
la “teoría de los dos demonios” argentina que a una verdadera posición
criminológicamente crítica. La furia violenta del Estado, su organización,
sofisticación y burocratización, jamás puede ser analizada en términos de
equivalencia y con idéntica vara (en lo que a su capacidad dañina se refiere)
que arrestos individuales, por definición excepcionales, de una víctima, un
grupo de víctimas o un grupo de personas solidarias con una víctima, con ánimos
vengativos y nulo funcionamiento de sus frenos inhibitorios. Dichas circunstancias
serán motivo de debate social, pintorescas fotografías en la tapa de un
matutino amarillista, excusa perfecta para que un “especialista” demagogo
proponga el aumento de penas para alguna conducta en particular, pero jamás una
variable de ajuste seria para consolidar, proponer o impulsar una “política
pública” con vocación de trascendencia.
Por otro lado, centralizar nuestro
activismo únicamente en la búsqueda de mejoras en las condiciones carcelarias o
en la reivindicación de derechos particulares en ámbitos de encierro o en
cualquiera de las fases de la criminalización estatal tampoco parece ser la
mejor de las decisiones políticas. Semejante posición, debe saberse, no hace
más que generar y/o multiplicar eventuales interlocutores capaces de concluir
que nuestro afán transformador se satisface con cárceles sanas y limpias o
presos con acceso a una educación o trabajo digno. Bajo ningún punto de vista
debe admitirse tamaño reduccionismo. El sistema penal es repudiable más allá de
sus rasgos circunstanciales. Su historia lo es, su naturaleza lo es y su
ejercicio –no obstante sutiles concesiones fragmentarias- siempre lo será. No
hay margen para imaginar un “sistema penal bueno”, así como tampoco hay margen
para imaginar “esclavitudes buenas” o “torturas buenas”.
Si bien la lucha por una vida mejor
del otro lado de los muros es sumamente destacable, y hasta diría
indispensable, las perspectivas “individuales” no deben privarnos nunca de los
cuestionamientos “generales”. Lo “urgente” y lo “importante” son facetas
complementarias de una misma lucha política. No se excluyen, no se postergan,
sino que se potencian. A propósito de esto indigna ver espacios “militantes”
-en principio cuestionadores de la “realidad carcelaria”- ensayar argumentos
contra el abolicionismo penal desde un supuesto transitar “con los pies sobre
la tierra”. Como si el presente intramuros fuera una consecuencia mágica,
azarosa, privada de contexto histórico-cultural o apenas una respuesta vertical
a la voluntad maligna de alguna autoridad determinada. Si los presos están
amontonados, mal alimentados, no tienen posibilidades de trabajo ni
oportunidades de desarrollo intelectual es porque el sistema lo permite,
posibilita y fomenta. Conocer la cárcel, transitarla, escuchar las demandas de
los encerrados y sus familiares, respirar el aire viciado del encierro y no ser
abolicionista penal es aún más reprochable que no serlo desde un cómodo sillón
en algún piso exclusivo en alguna calle o avenida del coqueto barrio porteño de
la Recoleta.
En sintonía con lo hasta ahora dicho,
la doctrina internacional de los derechos humanos también merece ser
fuertemente cuestionada. No obstante aparecer como una suerte de recurso
anestésico ante las urgencias vitales referidas, da vía libre a la legitimación
de las jaulas para humanos.
No hay sutilezas ni margen de
discusión alguno en los tratados internacionales de derechos humanos redactados
en el planeta, principalmente después del ocaso de la segunda guerra mundial
hasta nuestros días. De acuerdo a los articulados de estos textos las cárceles
son “legítimas” de principio a fin. Recurso por excelencia a la que los estados
(desde Nigeria a Estados Unidos; desde China a Nueva Zelanda; desde Bangladesh
a Venezuela; desde Honduras a República Checa) están habilitados a echar mano a
la hora de pretender resolver los conflictos sociales habitualmente catalogados
como delitos.
Bajo ningún aspecto se cuestiona en
sí misma la hipótesis del encierro de hombres y mujeres como yo o cualquiera de
los lectores circunstanciales de este pequeño artículo. Se legaliza la tortura con
cinismo, inhabilitando a partir de ello cualquier porción de credibilidad que
puedan ostentar en paralelo, pues hablar de “derechos humanos” desde la mirada
amistosa para con rejas, alambres de púa, llaves, candados u otros instrumentos
de aislamiento es algo así como hablar de ventiladores de techo adentro de un
iglú esquimal. Aislados del universo sensorial del sufrimiento, predican pseudo
bonanza a un precio bastante elevado. Verse terriblemente patéticos, en sus
trajes, sus oficinas y con sus protocolos a cuestas es el destino que merecen
estos falsos operadores del beneplácito colectivo.
La discusión, repito, si queremos
resultados afines a nuestra vocación transformadora y cuanto menos “despeinar”
a este nauseabundo sistema, ha de darse con este nivel de intransigencia.
Intransigencia ideológica, no por ello exenta de tácticas y estrategias.
Tácticas y estrategias de las que seguramente hablaremos en próximas
oportunidades.
Maximiliano Postay