11/4/14

A propósito del “derecho penal mínimo” y otras “militancias parciales”


 
El derecho penal mínimo redunda en dos preocupantes escenarios. En primera instancia admite la “funcionalidad” del aparato represivo del Estado, aunque más no sea ante casuísticas excepcionales. Jerarquiza las diferentes “teorías de la pena” al plantear la arbitraria distinción entre conflictos sociales que merecen castigo penal y conflictos sociales que deben ser abordados desde otras latitudes y/o perspectivas institucionales y/o comunitarias. Justifica abiertamente la respuesta punitiva y con ella toda su potencia política, económica, social, histórica y cultural. Al darle “realidad” y principalmente “practicidad” a los mitos funcionales del sistema penal, corre el eje de la discusión central (estructural) sembrando estériles vacilaciones (y palpables retrocesos) en el núcleo mismo del medio ambiente crítico. La prevención general positiva o negativa, la prevención especial positiva o negativa y las teorías retributivas pasan a adquirir “cierto” sentido, ya sea para aleccionar violadores, homicidas seriales o criminales de lesa humanidad; y con esto el único favorecido no es la víctima, no es la sociedad y mucho menos el victimario, sino el propio sistema que en teoría se repudia, llegándose a conjeturar en el campo del activismo fáctico absurdos tales como proclamas anti-capitalistas combinadas con recalcitrante punitivismo pro carcelario, algo así como pretender debilitar al “enemigo” reverenciando su “herramienta” de culto, o creyendo ingenuamente que dicha “herramienta” -hecha a imagen y semejanza de su “creador”- alguna vez podrá adquirir “esencias” y “existencias” revolucionarias y operar abiertamente en contra de aquel.


En segundo lugar, como consecuencia natural de lo antedicho la posición minimalista genera una suerte de peligrosísimo espacio abierto de potencial crecimiento para la órbita penal, pues nada excluye apriorísticamente la posibilidad de incorporar nuevas conductas a ese ultra acotado grupo de figuras condenables cuando la autoridad de turno lo considere más oportuno.
 

A propósito de ello, una vez más, las enseñanzas de Nils Christie se vuelven indispensables. ¿Quién, cómo, dónde y cuándo merituar gravedades o dolores? ¿Con qué criterio? ¿Para y por qué? Como siempre los que mandan (y sólo ellos) habrán de tener las respuestas a estos interrogantes y como directa consecuencia de esto lo único que habremos cambiado es la fisonomía anecdótica de las figuras con capacidad de decisión, pero no el fondo del asunto.
 

Párrafo aparte merece la justificación del castigo que especialmente formula Luigi Ferrajoli cuando advierte sobre el creciente desarrollo de la violencia privada (justicia por mano propia) ante una supuesta cesión de terreno por parte del sistema penal. Sus palabras, plagadas de futurología y pesimismo antropológico contractualista, no resisten mayor análisis. Intentar justificar el mal organizado, para evitar el mal particular, se asemeja más a una reivindicación “italiana” (sui generis) de la “teoría de los dos demonios” argentina que a una verdadera posición criminológicamente crítica. La furia violenta del Estado, su organización, sofisticación y burocratización, jamás puede ser analizada en términos de equivalencia y con idéntica vara (en lo que a su capacidad dañina se refiere) que arrestos individuales, por definición excepcionales, de una víctima, un grupo de víctimas o un grupo de personas solidarias con una víctima, con ánimos vengativos y nulo funcionamiento de sus frenos inhibitorios. Dichas circunstancias serán motivo de debate social, pintorescas fotografías en la tapa de un matutino amarillista, excusa perfecta para que un “especialista” demagogo proponga el aumento de penas para alguna conducta en particular, pero jamás una variable de ajuste seria para consolidar, proponer o impulsar una “política pública” con vocación de trascendencia.

 

Por otro lado, centralizar nuestro activismo únicamente en la búsqueda de mejoras en las condiciones carcelarias o en la reivindicación de derechos particulares en ámbitos de encierro o en cualquiera de las fases de la criminalización estatal tampoco parece ser la mejor de las decisiones políticas. Semejante posición, debe saberse, no hace más que generar y/o multiplicar eventuales interlocutores capaces de concluir que nuestro afán transformador se satisface con cárceles sanas y limpias o presos con acceso a una educación o trabajo digno. Bajo ningún punto de vista debe admitirse tamaño reduccionismo. El sistema penal es repudiable más allá de sus rasgos circunstanciales. Su historia lo es, su naturaleza lo es y su ejercicio –no obstante sutiles concesiones fragmentarias- siempre lo será. No hay margen para imaginar un “sistema penal bueno”, así como tampoco hay margen para imaginar “esclavitudes buenas” o “torturas buenas”.

 
Si bien la lucha por una vida mejor del otro lado de los muros es sumamente destacable, y hasta diría indispensable, las perspectivas “individuales” no deben privarnos nunca de los cuestionamientos “generales”. Lo “urgente” y lo “importante” son facetas complementarias de una misma lucha política. No se excluyen, no se postergan, sino que se potencian. A propósito de esto indigna ver espacios “militantes” -en principio cuestionadores de la “realidad carcelaria”- ensayar argumentos contra el abolicionismo penal desde un supuesto transitar “con los pies sobre la tierra”. Como si el presente intramuros fuera una consecuencia mágica, azarosa, privada de contexto histórico-cultural o apenas una respuesta vertical a la voluntad maligna de alguna autoridad determinada. Si los presos están amontonados, mal alimentados, no tienen posibilidades de trabajo ni oportunidades de desarrollo intelectual es porque el sistema lo permite, posibilita y fomenta. Conocer la cárcel, transitarla, escuchar las demandas de los encerrados y sus familiares, respirar el aire viciado del encierro y no ser abolicionista penal es aún más reprochable que no serlo desde un cómodo sillón en algún piso exclusivo en alguna calle o avenida del coqueto barrio porteño de la Recoleta.
 

En sintonía con lo hasta ahora dicho, la doctrina internacional de los derechos humanos también merece ser fuertemente cuestionada. No obstante aparecer como una suerte de recurso anestésico ante las urgencias vitales referidas, da vía libre a la legitimación de las jaulas para humanos. 
 


No hay sutilezas ni margen de discusión alguno en los tratados internacionales de derechos humanos redactados en el planeta, principalmente después del ocaso de la segunda guerra mundial hasta nuestros días. De acuerdo a los articulados de estos textos las cárceles son “legítimas” de principio a fin. Recurso por excelencia a la que los estados (desde Nigeria a Estados Unidos; desde China a Nueva Zelanda; desde Bangladesh a Venezuela; desde Honduras a República Checa) están habilitados a echar mano a la hora de pretender resolver los conflictos sociales habitualmente catalogados como delitos.
 

Bajo ningún aspecto se cuestiona en sí misma la hipótesis del encierro de hombres y mujeres como yo o cualquiera de los lectores circunstanciales de este pequeño artículo. Se legaliza la tortura con cinismo, inhabilitando a partir de ello cualquier porción de credibilidad que puedan ostentar en paralelo, pues hablar de “derechos humanos” desde la mirada amistosa para con rejas, alambres de púa, llaves, candados u otros instrumentos de aislamiento es algo así como hablar de ventiladores de techo adentro de un iglú esquimal. Aislados del universo sensorial del sufrimiento, predican pseudo bonanza a un precio bastante elevado. Verse terriblemente patéticos, en sus trajes, sus oficinas y con sus protocolos a cuestas es el destino que merecen estos falsos operadores del beneplácito colectivo.

La discusión, repito, si queremos resultados afines a nuestra vocación transformadora y cuanto menos “despeinar” a este nauseabundo sistema, ha de darse con este nivel de intransigencia. Intransigencia ideológica, no por ello exenta de tácticas y estrategias. Tácticas y estrategias de las que seguramente hablaremos en próximas oportunidades.
 
Maximiliano Postay